Un cartel en el que se lee “marhaba” (bienvenido, en árabe) invita a la visita de la casa de Omar Ibrahim en la aldea Tudal, situada en La Vera (Cáceres). Unos 2,5 kilómetros por un camino de difícil acceso desembocan en el hogar prefabricado de este madrileño de 63 años que vive repleto de naturaleza y paz. Omar, tras varios años divagando en busca de tranquilidad interior, descubrió la rama mística del islam y decidió abrazarla. El sufismo.


 

Dentro de las 41 órdenes escogió las Nasqshbandi, una de las cuatro ramas más importantes. De los 1.200 sufíes que se calcula hay en España, en la Vera reside una comunidad de 35 familias vinculadas a esta vertiente del islam. La otra gran comunidad está situada en la Alpujarra (Granada). La tranquilidad y paz que se respira en este hospedaje está relacionada con la forma en la que los sufíes entienden la religión. Especialmente en los días finales del ramadán, donde el contacto interno con Alá que ya de por sí tiene esta comunidad durante el año, se intensifica considerablemente.

 

Omar luce una frondosa barba blanca y una vestimenta que recuerda a los derviches de Turquía -rama del sufismo originaria también de Irán-. Pantalones verde claro, gorro verde oscuro y una chilaba corta de color azul. Está solo. Pensativo en una silla mirando hacia las montañas que acogen el Pico Almanzor (península Ibérica) mientras espera la caída del sol después de un día de ayuno. En la conversación el uso de metáforas es común. Aquí vive con su octava esposa tras siete divorcios. Se casó hace 14 días y está en “plena luna de miel”, explica mientras ríe a carcajadas. Ella es Khadiza, una vallisoletana sin empleo que ha trasladado su residencia a la aldea Tudal recientemente. Omar hizo la shahada -conversión al islam- en 1990. El primer día, cuenta, no notó nada, pero el segundo tuvo un sueño que le puso en el “camino del sufismo” y desde entonces busca “la luz como un tesoro”. Para Omar uno de los objetivos de un sufí es luchar contra su propio ego, algo que se consigue tras muchos años de dedicación, meditación y rezos. “Nos diferenciamos de las otras ramas del islam porque nuestro camino espiritual es muy profundo. Donde lo material acaba”, explica. Especialmente en este mes, Omar asegura que se dedica en cuerpo, alma y espíritu a su Dios.

 

 

Fátima y Khadiza durante el rezo. / Jose Mota

 

 

Omar se dirige a preparar el iftar, la comida para romper el ayuno en el mes de ramadán. Su marcha coincide con la llegada a la dergha – lugar de reunión de los musulmanes sufíes – de varias personas para pasar la velada. “Hoy va a quedar todo en familia, no seremos muchos”, espeta Omar mientras se dirige a la cocina. Una de ellas es Fátima, de 39 años, que llega con su hija, de seis, Yamila. La pequeña corre sin parar de un lado para otro, emocionada ante la presencia de un invitado. Ambas son vallisoletanas. Fátima está divorciada. En Valladolid llevaba una vida normal, iba a los toros y salía con sus amigas. “La llamada te llega. Es difícil de explicar. Yo desde el principio conocí la rama sufí y aunque me daba mucho vértigo al tratarse de una religión como el islam, lo vi claro”, afirma con tono dulce. Este mes es especial para ella, aunque bromea sobre el contacto espiritual con Alá. “Es verdad que en ramadán entras como en un vacío. Una relación íntima con Alá. Rezas y meditas más, aunque bueno, hacerlo más para nosotros es complicado porque nuestro día a día trata un poco de eso”.

 

El iftar está a punto de comenzar cuando llega el último invitado, que con su sentido del humor ilumina una de las últimas noches del mes sagrado. Se trata de Abdul Wahid, madrileño de 63 años con una ligera obsesión con Satán. Tiene pinta de reírse a menudo. Luce un gorro verde, una camisa ancha de la que cuelga un reloj de mano y unos pantalones amplios. Por supuesto, barba larga y blanca. Se descalza antes de entrar a la dergha y todos esbozan una sonrisa con su llegada.

 

Los presentes se sientan en corro y comen dátiles antes de iniciar el primer rezo. Abdul Wahid cuenta que es escultor y tiene seis hijos. Formado en el seno de una familia católica y en colegios jesuitas, siempre fue católico. A mediados de los 90 conoció a un maestro sufí y se convirtió al islam, religión que profesa desde entonces. “Los sufíes podemos llegar al éxtasis con una puesta de sol o contemplando un paisaje en medio de la naturaleza”, relata.

 

Abdul Wahid rezando / Jose Mota

 

Tras el primer rezo, comienza la comida. Lentejas con verduras, batido de plátano y ensalada es el menú preparado por el anfitrión, Omar. Aunque esta noche haya poca gente, según Omar, en su comunidad no se separa al hombre y a la mujer en esta celebración. “Y en mi caso particular cocino yo”, asegura a la vez que sonríe. El tema principal durante la comida es Lailat al Qadr – Noche del destino, según algunas traducciones-. Esa noche fue en la que supuestamente Alá reveló el Corán al corazón del profeta. Tiene que ser un día impar dentro del mes sagrado, normalmente en las últimas semanas. “Muchos sufíes se llevan este mes noches en vela rezando y esperando una revelación divina en el Leilat al Qadr. Los maestros la suelen encontrar”, comenta Omar. Abdul Wahid lo compara con el Itiqad, un retiro espiritual sin prácticamente contacto con el exterior, solo con Dios, común entre la comunidad sufí, según explica el madrileño. “Nosotros lo solemos hacer también, pero muchas veces no hay resultado. Es algo que provoca un éxtasis fuera de lo normal. Algo divino”, apunta con ojos brillantes.

 

La noche parece llegar a su fin. Los musulmanes presentes se disponen a realizar el tarwih – últimos rezos de la noche, solo realizados durante el ramadán-. Aunque no todos. La pequeña Yamila se ha quedado dormida entre cojines, posiblemente aburrida entre conversaciones complejas y espirituales. Algo que estará acostumbrada a presenciar en esta pequeña aldea mística situada en una de las sierras más antiguas de Europa.

 

 

Fátima, Khadiza, Omar y Abdul Wahid comiendo dulces y bebiendo té. / Jose Mota