El 27 de diciembre de 1979, tenía lugar la Operación Tormenta 333: las fuerzas soviéticas irrumpían en el Palacio Tachbeg a las afueras de Kabul, asesinando al entonces presidente afgano Hafizuláh Amín y a entorno 800 colaboradores suyos. Comenzaba la intervención militar soviética en Afganistán, que duraría una década, y que figura en la memoria colectiva de los occidentales como “el Vietnam de los rusos” (en palabras del ex–consejero de Seguridad Nacional estadounidense, Zbigniev Brzezinski) que contribuyó en gran medida a la caída de la URSS. Sin embargo, pocos saben que la motivación de tal intervención fue la preservación de un joven régimen comunista que pocos meses antes había llegado al poder en uno de los países más aislados y subdesarrollados de toda Asia. Hablamos del Afganistán socialista.

 

Con el presente artículo, más que narrar la historia del régimen (la marxista leninista República Democrática de Afganistán entre 1978 y 1987, y su sucesora la socialista no marxista República de Afganistán entre 1987 y 1992), mi intención es desmitificar la experiencia socialista afgana. Existe la creencia de que el régimen socialista aplicó profundas reformas económicas y sociales que condujeron al país a su etapa de mayor progreso y bienestar, y que todo ello fue abortado por EEUU cuando decidió armar a los muyahidín. Sin embargo, ¿fue realmente así?

Es cierto que EEUU comenzó a apoyar a los muyahidín meses antes de la intervención soviética, y no como reacción a ésta como se suele decir (aunque el régimen afgano ya era totalmente dependiente de la URSS). Según Brzezinski, Carter aprobó apoyar a la oposición afgana el 3 de julio de 1979, pero para entonces Afganistán ya era un Estado fallido sumido en el caos. Se vivía en una insurgencia constante, y el gobierno apenas controlaba el territorio. Y mientras el Estado se desintegraba vertiginosamente, los comunistas del gobierno se batían en luchas intestinas

 

¿Qué ocurrió? ¿O qué errores se cometieron? Vayamos por partes:

Para empezar, la Revolución de Saur en abril de 1978 que derrocó la dictadura republicana de Daud Jan y llevó al Partido Democrático Popular de Afganistán (PDPA) al poder, no fue una revolución popular, sino un golpe de Estado llevado a cabo por una parte del ejército. Pero además, bajo el barniz marxista del que se recubrió el golpe, se ocultaban intereses totalmente ajenos al compromiso revolucionario.

El PDPA estaba dividido en dos facciones: la facción Jalq -marxistas leninistas radicales y ortodoxos- y la facción Parcham, más moderados y pro-soviéticos. Como suele ocurrir en estos países, la ‘asabiya, esto es, la filiación tribal, vicia la política, y bajo diferencias aparentemente ideológicas se esconden conflictos tribales y étnicos. Así, la facción Jalq estaba constituida por pashtunes del clan Ghilzai, provenientes del Este de Afganistán y con un fuerte sentimiento tribal, y la facción Parcham la componían mayormente tayikos. El entendimiento entre ambas facciones fue muy difícil por no decir imposible.

 

 

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La cuestión étnica detrás de la división del partido será clave. Volviendo al golpe de Estado, este fue ejecutado por jóvenes oficiales afiliados a la facción Jalq; sin embargo sus motivaciones distaban mucho de ser genuinamente marxistas. Los oficiales Jalqis (pashtunes Ghilzai), se alzaron con el objetivo de poner fin a los aproximadamente 230 años de dominación por parte de un clan rival: los Durrani. Los pashtunes Durrani, originarios del Sur, fundaron el Estado afgano a mediados del siglo XVIII, y desde entonces habían monopolizado el poder, marginando a los Ghilzai y llegando a desencadenar episodios de brutal represión contra estos. Así, el golpe que aupó a los comunistas al poder no fue sino un ajuste de cuentas entre clanes rivales, quedando el régimen socialista afgano viciado por conflictos tribales y étnicos desde su nacimiento.

Una vez en el poder, los comunistas se encontraron con una situación muy precaria. Por una parte, no contaban con más apoyos que las élites educadas de Kabul y los militares golpistas que les auparon. En el mundo rural, el PDPA era prácticamente inexistente. Por otra parte, la división Jalq-Parcham estaba desangrando al partido, muriendo los cuadros más aptos y mejor formados, y los militares partidarios del régimen formados por los soviéticos. En otras palabras: estaban acabando con los pocos dispuestos a defender la revolución.

Sin haber consolidado el poder, sin apenas apoyos fuera de Kabul, en una situación extremadamente débil, el gobierno Jalqi liderado por Nur Muhammad Taraki decidió poner en marcha las reformas que transformarían al atrasado Afganistán en un Estado socialista.

Una de las reformas del PDPA más aclamadas por los comunistas es la reforma agraria. Sin embargo, su fracaso fue tan rotundo que hubo de ser abortada a los meses de su puesta en práctica. Para empezar, se entregaron tierras a los campesinos pero se les dejó sin medios. Estos tenían la tierra, pero carecían de recursos hídricos, instrumentos, semillas o el dinero necesario para su mantenimiento. Todo ello lo proveían los antiguos dueños, y no se supo llenar su vacío. A lo anterior hay que sumar el gran impacto que tuvo la expropiación a nivel cultural. Era lo normal que tanto propietarios de la tierra como trabajadores de esta pertenecieran al mismo Qawm (unidad social básica del país, basada en lazos de parentesco y residencia). La organización social del campo trascendía la dialéctica de explotador vs explotado, y muchos campesinos pobres se alinearon con los propietarios contra lo que creían que era un robo ilegítimo, no sancionado ni por la tradición local ni por la ley islámica.

La otra reforma estrella del régimen socialista afgano fue la liberación de la mujer. No me extenderé demasiado en este punto, pues resulta evidente que si el gobierno fue incapaz de controlar las áreas rurales (donde se concentraba la mayoría de la población) poco pudo hacer por las mujeres afganas que vivían fuera de Kabul y otras grandes urbes. Ante todo quisiera dejar claro que la lucha por igualdad de sexos no fue una batalla librada únicamente por los comunistas. Las primeras reformas vinieron con el rey Amanullah Jan, en los años 20. Inspirado por Atatürk, promovió la liberación de la mujer con medidas radicales que le costaron una guerra y el trono. Tras la restauración Durrani en 1929 se continuó parcialmente con las reformas y para las décadas de 1960-1970 la situación de la mujer (en las áreas urbanas) había mejorado sustancialmente. Con los comunistas continuó la tendencia de los últimos años, consiguiendo por supuesto avances en el ámbito de la educación y en el mundo del trabajo. Pero como ya se indicó antes, fueron mejoras de poco calado en cómputo total de la población, ya que el mundo rural continuó en manos de la reacción.

La reforma agraria y la liberación de la mujer fueron las dos grandes apuestas del régimen, así como su perdición. Tremendamente impopulares, galvanizaron a las masas rurales contra el gobierno. El PDPA llegó al poder el 28 de abril de 1978. Para mayo, ya había estallado una rebelión en la recóndita región de Nuristán. Pronto se generalizarían los levantamientos por todas las áreas rurales del país. Con el recrudecimiento de la situación, la violencia pasó a la ciudad. Así, en marzo de 1979 los rebeldes islamistas se hicieron con Herat, la segunda ciudad más importante de Afganistán. Tras mantenerla fuera del control gubernamental durante una semana, la revuelta fue aplastada con bombardeos aéreos dejando entre 2.000-3.000 y 25.000 muertos.

En la revuelta de Herat observamos cuál fue quizás la mayor debilidad del régimen: las fuerzas armadas. Inicialmente el gobierno encomendó a la 17 División del ejército afgano la represión del levantamiento. En cuanto la división llegó a Herat, se amotinó y se unió a los rebeldes. Este hecho no fue anecdótico ni mucho menos, el ejército y la policía desertaba en masa para unirse a los rebeldes. En los 20 primeros meses de revolución, el ejército pasó de 100.000 a menos de 60.000 efectivos. Lo mismo ocurrió con la policía, que se redujo en un 60%.

 

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Al régimen comunista le perjudicó enormemente el que gran parte oficiales y las fuerzas de élite, Jalqis en su mayoría, pasaran a las filas de los muyahidín tras haber sido formados y entrenados por los soviéticos. Resulta llamativo que los militares desertores que se echaron en brazos de la reacción islamista salieran precisamente de la facción, supuestamente, más radical y comprometida con el marxismo-leninismo. Sin embargo, como ya se vio anteriormente, la ‘asabiya, la lealtad a la tribu o clan, prima sobre todas las demás. Así, cuando los militares Jalqis se percataron de que el desmoronamiento del régimen era imparable, decidieron integrarse primero en el Hezb-e Islami de Hekmatyar y después el movimiento Talibán del Muláh Omar, pues ambos se componían casi exclusivamente de pashtunes Ghilzai. Estos militares fueron muy útiles a los fundamentalistas, ya que sin sus conocimientos no habrían sido capaces de hacer uso de los tanques y aeronaves que el gobierno dejaba en sus arsenales al retirarse. El apoyo que recibió el gobierno comunista se debió más a lealtades tribales y étnicas que la creencia en la revolución.

El gobierno respondió al caos con una durísima represión, que se recrudeció tras el golpe de Estado del Jalqi Hafizuláh Amín en septiembre del 79, que además se dedicó a perseguir a sus rivales en el partido, fueran Jalqis o Parchamis. El hundimiento del Estado afgano forzó a la URSS a intervenir, derrocando a Amín e instalando al Parchami Babrak Karmal, que moderaría la línea del régimen; un proceso culminado por su sucesor Muhammad Nayibuláh, que renunciaría al marxismo leninismo.

La intervención soviética apuntaló al régimen durante una década, pero además supuso la ruptura definitiva del gobierno con las masas. Los comunistas eran vistos como unos títeres de los invasores ateos soviéticos que arrasaban el país. Cuando los soviéticos se retiraron en 1989, fue demasiado tarde para los intentos de Nayibuláh de reconciliar a la nación bajo un nuevo régimen “socialista islámico”. El régimen logró resistir hasta 1992, y a partir de entonces tendrá lugar una guerra civil entre las facciones muyahidín que desembocará en la toma del poder por los Talibán en 1996.

 

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A modo de breve conclusión, la experiencia socialista de Afganistán fue desastrosa. Los comunistas fracasaron a la hora consolidar el poder y de ganarse el apoyo de las masas. Fueron incapaces de superar el tribalismo que desde el primer momento vició el régimen, y a la hora de implementar las reformas, lo hicieron de forma precipitada sin tener en cuenta las condiciones materiales locales y el impacto cultural que suponían. Por tanto, sería un error buscar el fracaso del Afganistán socialista únicamente en la intervención de EEUU y sus aliados pakistaníes y saudíes, pues si bien esta precipitó los acontecimientos, la implantación de un modelo socialista al estilo soviético en un país como Afganistán, era completamente inviable.

 

 


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