«Si el edén está en la tierra, sin ninguna duda es Damasco. Y si está en el cielo, tal ciudad lo emula y con el rivaliza.» Así hablaba el explorador Ibn Battuta de Damasco, una ciudad que a pesar de la guerra, no acepta someterse y se erige bella, imponente y gallarda con la luz dorada del crepúsculo.


La lluvia baña las estrechas calles del Viejo Damasco. Ha habido que esperar hasta noviembre para que caigan las primeras precipitaciones del año. Al agua la acompañan unos truenos que cuesta diferenciar de la artillería; la ya habitual banda sonora de la ciudad.

Según Hassan, periodista damasceno, hace unos años caían alrededor de treinta proyectiles de mortero diarios provenientes de los suburbios que todavía controlan los rebeldes. Estos suburbios se encuentran en el este, en Ghouta Oriental, a menos de 500 metros del Viejo Damasco que es, curiosamente, la zona de ocio y hoteles de la ciudad. Los principales grupos que se enfrenta al gobierno sirio en Ghouta Oriental son Faylaq al-Rahman, Jaish al-Islam y Hayat Tahir al-Sham, o lo que es lo mismo, la filial de al-Qaeda en Siria. Al sur la situación no mejora, y es que en el campo de refugiados de Yarmouk, justo bajo el barrio de Midan, se encuentra el Estado Islámico, llamado por algunos Da’ish (juego de palabras a partir del nombre original Dawlat ul-Islamiyah fi a-Irak w ash-Sham) para mostrar su desprecio al grupo y renegar de su auto-proclamación como estado.

Entre 2016 y 2017 la cifra de morteros que caen en la ciudad ha disminuido mucho, y ahora no suelen ser más que uno o dos al día. Eso no impide que cada semana las esquelas sigan llenando las paredes de los barrios con retratos de civiles que han muerto a causa de algún ataque de artillería.

A pesar de ello, las calles siguen vivas y llenas de gente. Los viernes y sábados -que son días festivos en Siria- la aglomeración de personas hace que se convierta en un reto caminar por Al-Hamidiyah, el principal zoco de Damasco, en el que se pueden encontrar todo tipo de artesanías, perfumes y especias. Al-Hamidiyah se encuentra al lado de la ciudadela, de 10.000 años de antigüedad , y termina frente a la imponente Mezquita Omeya.

Una niña juega con las palomas en la plaza de los mártires de Damasco / Laura Lavinia

Al caminar por Damasco, el ambiente que se respira es como si el frente no estuviese tan cerca. Por un momento, son fáciles de olvidar los morteros que han machacado el asfalto; e incluso sorprende la naturalidad con la que las personas hablan de los mártires por la artillería, los combates o los atentados terroristas. Son siete años, y la gente se ha acostumbrado a la guerra hasta hacerla parte de su rutina diaria.

Sin embargo, los comercios abandonados y los controles militares recuerdan que Damasco todavía está sumida en la guerra total.

El ejército se mimetiza con la sociedad civil.

Bajo el arco romano de Bab Sharqui, una de las siete entradas al viejo Damasco, se encuentra un grupo de soldados sentados en sillas plegables, los fusiles AK-47 están apoyados en la pared,  y sobre la mesa hay varias tazas de mate caliente. Charlan, vigilan y fuman bajo la fotografía del mártir Issam Zahreddine.

Zahreddine, también conocido como el druso, es el hombre que lideró la defensa de la ciudad de Deir Ezzor contra el Estado Islámico en uno de los asedios más largos de la historia moderna. Murió poco después de romper el cerco que asolaba la ciudad en la isla de Hawija Saqr, intentando expulsar los últimos remanentes de la organización en el lugar. Hoy es considerado una celebridad en Siria, un héroe nacional para muchos, y su retrato junto con el de Bashar al-Assad decora la gran mayoría de los puestos de control tanto en Damasco como a lo largo de todo el país, de norte a su. Hay incluso quien todavía recuerda su figura con lágrimas en los ojos.

De Bab Sharqui sale una calle, Al-Mustaquim, cuya traducción literal es ‘’ calle recta’’; un nombre bastante acertado para describirla. Antes de la guerra ésta era una de las calles más transitadas de la ciudad, y un lugar repleto de tiendas de antigüedades. Ahora la mayoría han cerrado, muchas de ellas para siempre.

En Al-Mustaquim, cerca del restaurante Naranj -uno de los favoritos del presidente Bashar al Assad y en el que se reunió para cenar en febrero de 2009 con John Kerry cuando todavía era senador de Massachusetts- se encuentra un pequeño anticuario que no ha cerrado en toda la guerra. Frente a la entrada hay una mesa robusta de madera tallada a mano, decorada con láminas de perla y acompañada por tres sillas vacías que invitan a sentarse a cualquiera que quiera tomar un café o jugar una partida de Tawlet Zaher (backgamon).

Recostado en el marco de la puerta se encuentra Rami, con un característico chaleco marrón ajado por el tiempo. Ayuda a llevar la tienda a su amigo Hossam, que se encuentra en el interior viendo la televisión bajo unas mantas.

Rami (izquierda) y Hossam (derecha) posan frente a su tienda de antigüedades / Laura Lavinia

Rami está preparando café, y no duda en invitarnos a acompañarle tomando una taza. Sentado en una de las sillas de la terraza improvisada mira con nostalgia la calle en la que ha trabajado toda su vida. ‘’En esa esquina fueron martirizadas cinco personas tras un ataque terrorista hace pocos días’’ comenta con los ojos cristalinos al recordar el momento. En Siria llaman mártires a todas esas personas que han sido asesinadas en la guerra tanto en el frente como en la retaguardia. ‘’Nuestra tienda es de las pocas que aún quedan abiertas. Muchos amigos han cerrado por miedo, y otros simplemente se han ido o han desaparecido. Nosotros seguimos aquí porque ésta es nuestra ciudad’’ prosigue. En sus palabras se percibe el orgullo que siente por su ciudad y por su país. Al preguntarle qué le hace quedarse en lugar de huir, su respuesta es tajante: «Quiero volver a ver Damasco en paz’’

En la guerra también hay vida, y también existen los buenos momentos. Rami aspira el humo de su cigarro y comienza a hablar de Latakia, la ciudad en la que siempre veraneaba. Antes de la guerra no había ningún problema a la hora de cruzar el país para viajar desde Damasco hasta la ciudad costera de Latakia, pero ahora las cosas no son tan sencillas. Hay decenas de controles militares que intentan asegurar unas carreteras paralelas a frentes tan volátiles hasta hace poco como los de Homs y al-Qusayr.

Entre risas recuerda como unas semanas atrás, en un arrebato durante una borrachera, cogió el coche con otro amigo para poder ver Latakia una vez más, después de siete años sin poder visitarla. Según Rami, uno no puede dejar de vivir para simplemente esperar a la muerte. Mucho menos en la que dice, es la ciudad más bonita del mundo.

Desde la tienda Hossam nos invita con un gesto a entrar para así resguardarnos del frío. En medio de la tienda, apoyada sobre una madera que hace de taburete, hay una bandeja de cobre antigua llena de grabados. En ella reposa un aperitivo que ha preparado Hossam de zanahoria y pepino bañados en limón y sal. Tampoco faltan los vasos a rebosar de arak. El arak es un licor local de gusto anisado el cual se vuelve blanco al mezclarlo con agua antes de beberlo.

La tienda es un museo. En ella hay bajo una fina capa de polvo desde partituras de una famosa cantante libanesa y símbolo de la unidad árabe, Fairuz, hasta un Corán anterior al Imperio Otomano.

La artillería queda enmudecida entre anécdotas y risas. Hossam y Rami tampoco pueden evitar hacer la pregunta más importante de todas:

«¿Barsa o Madrid?»

Es la hora de marcharse. Nos despedimos con la duda de si podremos volver a vernos, o de si la guerra se cobrará la vida de alguno de nosotros. Aun así, nos despedimos con una abrazo y una sonrisa, sin decir adiós; no sería justo hacerlo de otra manera.

Es viernes noche y al-Mustaquim se ha llenado de transeúntes. Entre los pub en los que la gente baila y se divierte conviven mezquitas e iglesias, suníes y chiíes, musulmanes y cristianos. La vida está ganando la batalla.

Una pareja camina de la mano por las calles de la ciudad vieja de Damasco / Laura Lavinia

Siria, 2017